Olvidar Machu-Picchu by Alberto Vázquez-Figueroa

Olvidar Machu-Picchu by Alberto Vázquez-Figueroa

autor:Alberto Vázquez-Figueroa [Vázquez-Figueroa, Alberto]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras
editor: ePubLibre
publicado: 1983-03-31T16:00:00+00:00


La habitación aparecía en penumbras, cerrada y maloliente, apestando a sudor, colillas y restos de comidas y Demóstenes Sócrates Aristóteles Rodríguez tumbado sobre arrugadas sábanas, ofrecía un aspecto desolador, con ojeras, demacrado, sucio y cubierto por una desigual y blancuzca barba de tres días.

—¿Estás enfermo?

—No.

—La camarera se queja de que no la dejas entrar a limpiar la habitación…

—Que me deje en paz…

—¿Se trata de Diana?

No respondió y no necesitó en realidad respuesta alguna. Abrió la ancha puerta que daba a la terraza, permitió que la luz y el aire penetraran a gusto hasta el fondo de la amplia estancia y fue a tomar asiento al borde de la cama observando a su amigo con expresión de profunda tristeza y un cierto aire de reconvención:

—No creo que con portarte de este modo soluciones las cosas. ¿Qué ha hecho ahora?

—Se ha ido… Se ha ido llevándose el niño…

—¿A dónde?

—No lo sé…

—¿Con quién?

—Tampoco lo sé.

—¿Temes que no vuelva?

—No volverá…

—¿Cómo lo sabes?

—En Caracas todo el mundo se conoce. Las noticias corren. Ha desaparecido con las joyas, el dinero y todo cuanto teníamos de algún valor. La conozco y sé que no piensa volver.

—¿Qué vas a hacer?

—¿Crees que si lo supiera llevaría tres días aquí encerrado a punto de estallar?

—Tienes un aspecto horrible —admitió ella—. ¿Cuánto hace que no comes?

—¿Qué importa eso? No tengo hambre.

Fingió que no le oía, levantó el teléfono y ordenó que subieran comida de inmediato, sin molestarse en preguntarle qué era lo que le apetecía en especial.

—Comerás sin hambre —señaló cuando hubo colgado el teléfono—. No voy a permitir que enfermes.

Comenzó a recoger los ceniceros repletos y los restos de comida maloliente sacándolos al pasillo y añadió:

—Imagino cómo te sientes, pero tú mismo lo dijiste: la vida continúa y debes reaccionar…

—¿Para qué?

Ella no replicó por el momento, tomó asiento en una butaca junto al ventanal y contempló el familiar paisaje de Copacabana con la playa una vez más abarrotada de bañistas. Por último, sin volverse a mirarle, admitió:

—Tal vez tengas razón… —dijo—. ¿Para qué…? Ésa es una pregunta que vengo haciéndome hace meses y hoy más que nunca me atormenta. Quizá sería preferible meterse una pistola bajo el mentón y volarse los sesos. ¿Tienes una pistola?

—No.

¡Lástima…! Podríamos suicidarnos uno tras otro, aquí, ahora… —Sonrió con amargura—. Al descubrirnos inventarían una extraña historia de amores imposibles… ¿Quién sabe? También podríamos cogernos de la mano y lanzarnos juntos al vacío —añadió señalando hacia fuera—. Ni tú ni yo tenemos motivos para seguir viviendo… Un hombre impotente al que ha abandonado su esposa y una pobre viuda que nunca podrá tener hijos ni querer a otro hombre… Estrenaríamos una nueva moda: el suicidio colectivo por motivos diversos…

—No me gusta lo que dices…

—A mí tampoco…, pero no se me ocurre nada que pueda gustarte en estos momentos… Ni que pueda gustarme a mí… —Se volvió a mirarle fijamente—. ¿Has llorado? —quiso saber.

—Sí…

—¿Por Diana o por el niño?

—Por los dos.

—Sé sincero… ¿Por qué has llorado realmente? ¿Por Diana, por el niño o porque no se te



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